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Memoria sensorial

Me había liado el cigarrillo con el papel del revés, otra vez.

Estaba cansada de equivocarme esa mañana. Me había equivocado de autobús, se me había olvidado echarme desodorante, y no había tenido tiempo de quitar la ingente cantidad de pelo de gato que hacía de mi camiseta negra un mullido suéter.

No tenía ganas, aunque si tiempo, de volver a liarlo. Con la ayuda de las uñas de los pulgares, doblé delicadamente el medio centímetro de la pega hacia dentro. Deslizando ambos índices desde el centro hasta los extremos. Acertando en cómo liar un cigarrillo perfecto. Equivocándome en fumar.


Alcé la mirada tras haber invertido un minuto de espera en la hazaña. Volviendo a la realidad de que aún faltasen siete para que viniese el treinta y seis para poder llegar tarde al trabajo.

Decidí aprovechar el rato que aún me quedaba para hacer de mi cara una impresión mejor. Y tiré el cigarrillo.

Saqué el rímel del bolsillo de delante de mi pequeña mochila de pana, no sin antes, por supuesto, tirar torpemente al suelo el paquete de pañuelos de papel, el de filtros, el de chicles, y mi sombra de ojos preferida, tono rojo emergencia. Que estalló sobre la acera, sus colillas y lo que algún día habían sido chicles. Fingí que lo último no había pasado y recogí el resto de mis cosas.


Comencé a estilizarme las pestañas con la densa pasta negra. Como debe hacerse, abriendo la boca como si fuese a comer sopa con una de esas cucharas de porcelana china que parecen estar hechas para gente de boca plana.


Me di cuenta de que el hombre que estaba sentado a mi izquierda estaba mirándome descaradamente a través de unas gafas de sol alarmantemente horteras.

Llevaba un chaleco verde, de punto, del que emergían dos mangas de camisa de rayas azules. En cada manga cabían tres de sus brazos, o sus dos piernas.

El paso del tiempo había arrastrado sus mejillas hacia abajo, llevándose con ellas la nariz y la comisura de la boca. Aún con estos marcados rasgos faciales, lucía un gesto desconcertantemente plácido.


Y yo seguí mojando el rímel, retirando el exceso de mejunje, metiendo y sacando el cepillo cilíndrico a través la estrecha apertura del bote.

Y el hombre inclinaba la cabeza cada vez más, hasta casi posarse sobre mi hombro.

Harta de que este tipo de escenas se repitiesen constantemente, respiré profundo para decirle: ‘- Perdone, ¿quiere algo?’ a lo que me contestó ‘- No, no, disculpa, es sólo que me recuerdas a mi mujer’.


Por algún motivo, o muchos, no me pareció entrañable sino repugnante. Quise armarme de paciencia para escuchar un poco más al hombre que no dejaba de sonreír a la nada mientras bailaba con la cabeza al ritmo de su propia respiración. Como si en cada inspiración se cargase de buenos recuerdos que salían convertidos en denso aire que hacía que sus enormes aletas nasales se expandiesen, dejando ver puntiagudos pelos negros en todas las direcciones.

No podía mirar a otro sitio con esa nariz al lado, y quería hacerlo, de verdad.


Entonces siguió hablándome.

‘- Es por el aplicador, el cepillo de la máscara de pestañas. Es de cerdas y no de puntas de silicona, como suelen hacerlos ahora. Esos no me transmiten gran cosa.’

Imaginad mi cara. Imaginadme examinando el pequeño artilugio, tocándolo, esperando descubrir una nueva sensación. Pringándome las yemas de negro antes de resoplar por ser tan estúpida.

Le dije, por no saber que decir, pero sentir la necesidad de contestarle, ‘- Su mujer debe ser exquisita con el… maquillaje’.

Con cierta lástima en la voz, dejó que su boca hablase un poco más de su mujer: ‘- Gloria nunca fue presumida en exceso, pero siempre se echaba máscara de pestañas. Me hacía cosquillas en las mejillas cuando me besaba’.

Me quedé callada. No quería hacerle cosquillas en las mejillas. Ni que se imaginase que era su mujer y que en algún momento le había hecho cosquillas en las mejillas.

Ya se veía el autobús al principio de la calle, y cuando estaba a punto de levantarme, dijo: ‘-Pero es por el sonido, casi olvidado, que hacen las cerdas al frotar el borde del bote. Es un sonido realmente especial. Para mí, ese sonido, es el estímulo que me lleva a recordar la cara de Gloria’.


Y acto seguido, agarró el bastón blanco que llevaba todo el rato apoyado a su otro lado, lo desplegó, comprobó con él que todo estaba despejado a su alrededor, me sonrió y se dirigió con asombrosa precisión a la puerta del autobús.

Al menos, no me había visto destrozar la sombra de ojos. Pero, sin duda, había vuelto a equivocarme.

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