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Qué será lo que piensa Gerardo

Lo único que puedo identificar a mi alrededor es cemento. Cemento frío. Las intensas luces blancas se están encendiendo hacia el fondo del pasillo más largo y ancho que recuerdo haber recorrido. Como si quisiera hipnotizarme para que me adentrase en él. Más allá de donde alcanzo a enfocar.

Miro hacia abajo y me doy cuenta de que la sensación de frío no la está provocando la luz, ni las paredes de cemento.

Un fino camisón blanco y azul es lo único que me cubre. A través de este, siento una brisa recorriéndome la espalda y abriendo la tela por toda la parte trasera.

Voy a cerrarla. Pero antes de darme cuenta estoy intentando ajustarme el nudo de la corbata. Aunque… no llevo corbata.

No sé qué he hecho con la corbata. Juraría habérmela puesto esta mañana…

Siempre la dejo preparada la tarde anterior, sobre el galán de noche.

Así que me dirijo a las escaleras para subir a mi habitación, a ver si Concha ha vuelto a pensar que me había sacado dos corbatas otra vez y la ha devuelto al armario.

No sé qué le ocurre últimamente. Nunca he sacado dos corbatas. ¿Dónde me pondría la segunda?

Al fin llego a las escaleras. Se me ha hecho breve el camino… me ocurre cuando me distraigo pensando en el trabajo.

A medida que subo los escalones, un dolor punzante me invade las lumbares. Me echo la mano al bolsillo del pecho en busca de un calmante. Siempre llevo el pastillero encima. Pero no lo encuentro, el bolsillo. ¿De dónde habré sacado esta inútil camisa sin bolsillo delantero?

Menos mal que estoy yendo a cambiarme de ropa. Si no, al llegar a la oficina no tendré dónde guardar la pluma. Habría de llevarla en la mano toda la mañana. En fin, un desastre.

Parece que han hecho reformas en esta casa sin siquiera avisarme. Reconozco mi habitación por la manta que hay en mi cama, que lleva conmigo desde que iba de excursión al campo con mi primo Juan. Recuerdo el día que me la regaló. Después de tener que dormir pegados para compartirla.

Era la primera vez que iba de acampada. Demasiado joven como para pensar en que podría tener frío en enero. Como ahora.

Menos mal que siempre dejo la manta echada. Para que caliente la cama. Porque no entiendo desde cuándo mamá acoge a tanta gente en casa. Me desubica. Con tanto repartimiento de espacio… al final no recuerdo ni dónde me toca dormir.

Podría haberme avisado de esto en alguna de las cartas que me escribió al cuartel.

No me parece de recibo llegar a tu propia casa después de meses sin poder volver, y que, además, haya un señor durmiendo en tu habitación.

Será algún tío segundo que se quedó aquí unas semanas después de navidad… Como los de la ciudad no tienen casa en el pueblo, siempre se aprovechan de la hospitalidad de la familia.

Le miro y le sonrío, por mantener sano el vínculo que supongo que nos une. Pero no dice nada. Se queda mirando a la pared como si estuviese dormido con los ojos abiertos. Por si es así, camino de puntillas hasta mi cama. Me siento.

Estoy cansado. Tan cansado que no recuerdo qué venía a hacer. Me duele tanto la espalda que no puedo ni recostarme. Voy a buscar el pastillero. Vaya, parece que el tío extraño me lo ha cogido… tengo que levantarme para cogerlo de la mesilla que tiene al lado.

Ahora te organizas las pastillas con los días de la semana. Como está vacío hasta el miércoles, sé que es jueves. No sé qué pastillas me estoy tomando pero deben ser para el dolor. El que sea.

Si que ha entrado frío este año. Bueno, aquí dentro no hace mucho, pero tengo que abrigarme. No puedo ir a recoger a la niña hasta la escuela en mangas de camisa.

Abro el armario y toda la ropa que tengo es horrible. Yo nunca me habría comprado nada de esto. Estoy harto de que Concha decida qué ropa debo llevar. Al fin y al cabo, me la pongo yo.

Pero bueno, mientras me aísle del frío del exterior, deberá bastarme.

Me pongo unos pantalones de pana gruesa, camisa, chaleco, jersey y chaqueta. Nunca me ha gustado llevar sombrero. Pero ahora que veo que tengo uno, me apetece.

Me lo pruebo y me siento elegante y abrigado. Como deben ser cerca de las cinco, salgo hacia la calle.

Me suena este pasillo, pero no caigo ahora en si he de ir a la izquierda o a la derecha. Sólo tengo que encontrar las escaleras. Ando un poco hacia la derecha y… no, no lo tengo claro.

Como veo al fondo un ventanal muy grande, me dirijo hacia él a fin de mirar a través y ubicar cómo se salía de esta maldita casa. Me tiene loco.

¡Pero bueno! Otra vez está Concha dándole palique a la vecina. Qué mujer más extraña esa señora. Por qué se llevará tan bien con ella. De qué va disfrazada vestida con esa bata… ni que fuese a comprar patatas a un laboratorio.

Desde luego yo no me pararía a hablar con ella. Y menos cuando la niña está a punto de salir de clase. ¿No se da cuenta de la hora que es? Si no me encargase yo de todo…

Y al margen de Gerardo. En frente de la fachada de la residencia, se sorprendía su hija mientras hablaba con la enfermera.

“-Es ese mi padre el que se asoma a la ventana, en la segunda planta?... Otra vez se ha abrigado hasta arriba, ¡Con los más de treinta grados que estamos alcanzando este agosto! Dios santo… ¡A quién le habrá quitado ahora ese sombrero!”

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